Cuando oigo de noticias como la de la señora Lucila Rivera
de Vega Baja que cuida a
su esposo encamado y hace más de dos semanas que están sin
servicio de agua, me
asalta un episodio de PTSS o Síndrome de estrés
postraumático. Y es que estos casos
me hacen revivir los años en que en mi casa prácticamente
vivimos sin servicio de agua
corriente, allá por los años 70. Hasta los diez años viví
con mi familia en Estados
Unidos. Allá nunca supe lo que era un apagón o estar sin
servicio de acueductos.
Cuando llegamos a Puerto Rico, conocí lo que es realmente la
carencia en un país del
tercer mundo. Al principio había en el colmado frente a mi
casa una toma de agua
comunitaria de esas en las que había que darle a una bomba
manual para que saliera el
líquido. Era de unos tres pies de alto y de hierro,
resistente a los golpes que recibía del
público no necesariamente acostumbrado a tener esas
comodidades ni muy agradecido.
Hasta el colmado llegaban los vecinos que no contaban con
servicio de agua potable a
extraer el preciado líquido para sus quehaceres. Traían sus
baldes o botellas vacías a
llenarlas para poder cocinar, lavar o bañarse. No recuerdo
haber usado la bomba ya que
nosotros estábamos conectados al servicio de acueductos. Yo
los miraba con curiosidad
y me preguntaba si el agua era limpia como la que salía del
grifo. A medida en que los
de la comunidad fueron conectándose a la red de aguas, o
Autoridad de Acueductos y
Alcantarillados, la pluma desapareció. No recuerdo cuando
fue ni recuerdo lamentar su
desaparición, pero sí lamentamos lo que vino después.
Ahora en mi adultez entiendo como se fue destruyendo el servicio. No hubo planificación. Las parcelas en las que me crié seguro no contaban con el aval de la AAA ni de su Junta de Planificación. Se crearon comunidades que pretendían conectarse a los servicios de la AAA, pero nadie pensó en cómo el número de nuevos hogares iba a afectar los depósitos de agua. Ni para cuántos estaban hechos ni a cuántos se esperaba que sirvieran. Pero como todo en la isla, las promesas de campaña no saben de realidades ni les importa. Nos llenan la barriga de promesas a sabiendas de que no podrán cumplir.
Lo cierto es que de alguna manera coincidieron estos eventos, la desaparición de la
bomba y la falta de servicio. O sea, que desde que tengo uso de la razón, es decir, desde
los diez u once años, en el barrio Bayaney de Hatillo, barrio en el que pasé buena parte
de mi vida joven nunca o casi nunca, había agua. Nos bañábamos con palangana casi
todas las noches y bebíamos agua hervida. Mi mama que sabía cosas, tenía mil formas
de resolver. En mi casa, gracias a la prevención y sagacidad de Mami había un balde,
realmente un zafacón de los grandes, que se mantenía cerrado y limpio. En ese se
acumulaba agua limpia, o sea, del grifo, por si algún día, Dios no lo permitiera, hubiera
que usarla para cocinar o beber. También había otro zafacón en el que se recogía agua
de lluvia para limpiar y bajar los baños. Además de un centenar de galones de leche
vacíos que llenaba de agua potable siempre que llegaba el famoso chorrito. El elusivo
chorrito para la incomodidad de mi madre, llegaba a veces después de la medianoche y
ya todos los demás de la casa estábamos durmiendo a pata suelta. Sin embargo, la muy
responsable, madre de cinco, se levantaba abrumada, cansada y con el pelo en la cara a
asegurar que ese líquido llegara a donde tenía que llegar para que nuestras vidas
corrieran sin muchos impedimentos. No fueron años fáciles para Mami. Entre bregar
con un marido exigente y medio déspota, unos hijos desconsiderados y enajenados, más
la menopausia traicionera con la que tuvo que convivir esos años, es un milagro que no
haya terminado loca.
Fue muchos años de desvelo después que Papi cedió y se
instaló una cisterna. A pesar
de que era grande, cuando se extendía la carencia—a veces
por varios días y hasta
semanas--en una casa con tantos hijos y allegados, como en
toda casa en el que hay
adolescentes, el agua no daba. El municipio enviaba los
famosos camiones cisternas
pero no siempre llegaban a tiempo o no había quien fuera
buscar el agua. Esos largos
días de verano en el que no nos podíamos duchar a cualquier
hora y el agua había que
ahorrarla para que durara, me ha causado un poco de PTSS. Yo
no puedo ver un grifo
abierto botando agua sin que se me vuele la cabeza. Me
molesta ese desperdicio de
agua. Cuando alguien se ofrece a fregar en mi casa, me pongo
crispy porque pocos
entienden la necesidad de conservar el preciado líquido o,
por lo menos, no lo valoran
igual que yo. A los nietos simplemente les digo: “Cierra la
pluma”, pero a los demás les
digo: “Deja eso que yo lo hago o para eso está el
lavaplatos”. El colega se ríe de mi
obsesión de buscarle uso a esa media botella de agua o a ese
balde con algo de agua en
el fondo. Por lo menos tengo la excusa de las matas.
“Échasela a esta mata, o no botes
ese poco que puede servirle a esta o aquella matita”. Mi
sobrina, veinte y tantos años
más joven, me confesó que ella, que se crió en el mismo
barrio, también sufre de estrés
postraumático. Ella también pelea con la hija o el esposo si
dejan el grifo abierto o
desperdician el agua de alguna forma.’
El agua es esencial para la vida. Eso lo sabemos, pero
pareciera que lo damos por
sentado. Solo resulta urgente cuando no la tenemos. Mientras
tanto, los pobres como
doña Lucila Rivera sufren las consecuencias. Me imagino a la
pobre doña tratando de
cuidar a su esposo, mientras se acumulan los trapos que hay
que lavar, se friega una
montaña de platos con un chorrito del liquido para no desperdiciar;
se bajan los
inodoros solo una vez al día, se baña a manotazo y ni hablar
de la acumulación de las
benditas botellas de agua, otro tema urgente que hay que resolver.
https://wapa.tv/noticias/locales/comunidad-de-adultos-mayores-pide-atender-falta-de-
6 comments:
Tenia casi los 5 años cuando vinimos de Chicago a vivir a Bayaney y recuerdo haber visto la fila que se formaba frente a tu casa para que la gente o diera hacerse del preciado líquido. Luego, nos mudamos a Naranjito y casi todos los veranos durante mi infancia y adolescencia los pasaba en Bayaney y recuerdo que mi abuela “QEPD” siempre se pasaba regañándome porque había que economizar el agua. Gracias a Dios que en mi pueblo no es que no se vaya, pero el servicio se restablece bastante rápido, ya que nos servimos de La Plata y mientras no haya sequía o averías ya sea de AAA o de AEE no hay muchos problemas con éste.
Si, son recuerdos agridulces, supongo. Habría que hacer un entry solo de los cuentos que tenemos de la finca. Gracias, por comentar.
Somos agua!!! Gracias por compartir. Crecí en condiciones iguales con el agua.
Reitero una vez más que me fascina tu modo de comunicar tus memorias con un “aquel” tan natural como si tuvieras a tu receptor frente a ti. ¡Claro que me sentí identificado con condenar el desperdicio de agua! Lo practico en casa, tal vez con cierta discreción. Esa es mi pelea con mi compañera: para bañarse bien no hace falta tanta agua. Recuerdo una vez que se rompió un tubo en el barrio. El ruido del agua fluyendo se escuchaba en casa y, te lo juro, casi no pude dormir porque no era cualquier ruido, era desperdicio de agua. Mi memoria cada vez es más limitada, pero creo que en mi niñez nunca tuve problemas de escasez de agua. Lo que sí recuerdo es la famosa letrina que, en dos barrios distintos, acompañó la casa de madera. Fueron “años de letrinas”, pero como uno nace en ese ambiente, todo parecía natural. En fin, me he dado cuenta que compartimos vivencias parecidas de aquellos lejanos años que comunicas con una sincera pasión. ¡Anímate a formalizar tus memorias!
Gracias, JJ por tus palabras tan generosas y tu comentario. Que si tengo cuentos de las letrinas... En mi casa había una que no recuerdo haber usado ya que era muy niña cuando salí para los niuyores y ya hacía tiempo que se había abandonado pero allá en la finca de mi abuelo había una y hay muchas historia, unas jocosas y otras, no tanto.
Si supieras que el problema persiste.
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