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Tuesday, August 19, 2025

Carecer de agua

Cuando oigo de noticias como la de la señora Lucila Rivera de Vega Baja* que cuida a

su esposo encamado y hace más de dos semanas que están sin servicio de agua, me

asalta un episodio de PTSS o Síndrome de estrés postraumático. Y es que estos casos

me hacen revivir los años en que en mi casa prácticamente vivimos sin servicio de agua

corriente, allá por los años 70. Hasta los diez años viví con mi familia en Estados

Unidos. Allá nunca supe lo que era un apagón o estar sin servicio de acueductos.

Cuando llegamos a Puerto Rico, conocí lo que es realmente la carencia en un país del

tercer mundo. Al principio había en el colmado frente a mi casa una toma de agua

comunitaria de esas en las que había que darle a una bomba manual para que saliera el

líquido. Era de unos tres pies de alto y de hierro, resistente a los golpes que recibía del

público no necesariamente acostumbrado a tener esas comodidades ni muy agradecido.

Hasta el colmado llegaban los vecinos que no contaban con servicio de agua potable a

extraer el preciado líquido para sus quehaceres. Traían sus baldes o botellas vacías a

llenarlas para poder cocinar, lavar o bañarse. No recuerdo haber usado la bomba ya que

nosotros estábamos conectados al servicio de acueductos. Yo los miraba con curiosidad

y me preguntaba si el agua era limpia como la que salía del grifo. A medida en que los

de la comunidad fueron conectándose a la red de aguas, o Autoridad de Acueductos y

Alcantarillados, la pluma desapareció. No recuerdo cuando fue ni recuerdo lamentar su

desaparición, pero sí lamentamos lo que vino después.


Ahora en mi adultez entiendo como se fue destruyendo el servicio. No hubo

planificación. Las parcelas en las que me crié seguro no contaban con el aval de la AAA

y su Junta de Planificación. Se crearon comunidades que pretendían conectarse a los

servicios de la AAA, pero nadie pensó en cómo el número de nuevos hogares iba a

afectar los depósitos de agua. Ni para cuántos estaban hechos y a cuántos se esperaba que

sirvieran. Pero como todo en la isla, las promesas de campaña no saben de realidades ni les

importa. Nos llenaron la barriga de promesas que bien sabían que no podrían cumplir..


Lo cierto es que de alguna manera coincidieron estos eventos, la desaparición de la

bomba y la falta de servicio. O sea, que desde que tengo uso de la razón, es decir, desde

los diez u once años, en el barrio Bayaney de Hatillo, barrio en el que pasé buena parte

de mi vida joven nunca o casi nunca, había agua. Nos bañábamos con palangana casi

todas las noches y bebíamos agua hervida. Mi mama que sabía cosas, tenía mil formas

de resolver. En mi casa, gracias a la prevención y sagacidad de Mami había un balde,

realmente un zafacón de los grandes, que se mantenía cerrado y limpio. En ese se

acumulaba agua limpia, o sea, del grifo, por si algún día, Dios no lo permitiera, hubiera

que usarla para cocinar o beber. También había otro zafacón en el que se recogía agua

de lluvia para limpiar y bajar los baños. Además de un centenar de galones de leche

vacíos que llenaba de agua potable siempre que llegaba el famoso chorrito. El elusivo

chorrito para la incomodidad de mi madre, llegaba a veces después de la medianoche y

ya todos los demás de la casa estábamos durmiendo a pata suelta. Sin embargo, la muy

responsable, madre de cinco, se levantaba abrumada, cansada y con el pelo en la cara a

asegurar que ese líquido llegara a donde tenía que llegar para que nuestras vidas

corrieran sin muchos impedimentos. No fueron años fáciles para Mami. Entre bregar

con un marido exigente y medio déspota, unos hijos desconsiderados y enajenados, más

la menopausia traicionera con la que tuvo que convivir esos años, es un milagro que no

haya terminado loca.


Fue muchos años de desvelo después que Papi cedió y se instaló una cisterna. A pesar

de que era grande, cuando se extendía la carencia—a veces por varios días y hasta

semanas--en una casa con tantos hijos y allegados, como en toda casa en el que hay

adolescentes, el agua no daba. El municipio enviaba los famosos camiones cisternas

pero no siempre llegaban a tiempo o no había quien fuera a buscar el agua. Esos largos

días de verano en el que no nos podíamos duchar a cualquier hora y el agua había que

ahorrarla para que durara, me ha causado PTSS. Yo no puedo ver un grifo

abierto botando agua sin que se me vuele la cabeza. Me molesta ese desperdicio de

agua. Cuando alguien se ofrece a fregar en mi casa, me pongo crispy porque pocos

entienden mi afán y necesidad de conservar el preciado líquido o, por lo menos, no lo valoran

igual que yo. A los nietos simplemente les digo: “Cierra la pluma”, pero a los demás les

digo: “Deja eso que yo lo hago o para eso está el lavaplatos”. El colega se ríe de mi

obsesión de buscarle uso a esa media botella de agua o a ese balde con algo de agua en

el fondo. Por lo menos tengo la excusa de las matas. “Échasela a esta mata, o no botes

ese poco que puede servirle a esta o aquella matita”. Mi sobrina, veinte y tantos años

más joven, me confesó que ella, que se crió en el mismo barrio, también sufre de estrés

postraumático. Ella también pelea con la hija o el esposo si dejan el grifo abierto o

desperdician el agua de alguna forma.


El agua es esencial para la vida. Eso lo sabemos, pero pareciera que lo damos por

sentado. Solo resulta urgente cuando no la tenemos. Mientras tanto, los pobres como

doña Lucila Rivera sufren las consecuencias. Me imagino a la pobre doña tratando de

cuidar a su esposo, mientras se acumulan los trapos que hay que lavar, se friega una

montaña de platos con un chorrito del liquido para no desperdiciar; se bajan los

inodoros solo una vez al día, se baña a manotazo y ni hablar de la acumulación de las

benditas botellas de agua, otro tema urgente que hay que resolver.


*https://wapa.tv/noticias/locales/comunidad-de-adultos-mayores-pide-atender-falta-de-

agua

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