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Tuesday, August 29, 2023

No hay crisis en salud

    

     Tan reciente como el 21 de agosto de 2023, al preguntársele sobre la inminente quiebra del Hospital San Pablo el gobernador de Puerto Rico, Pedro Pierluisi ha declarado que “hablar de un colapso del sistema (de salud) está totalmente fuera de la realidad”. Yo no sé si eso es cierto o no, ya que solo sé lo que se dice en los medios de comunicación y las redes electrónicas. Con  esto quiero decir que no trabajo en ninguna agencia relacionada con la salud o institución hospitalaria. Tampoco padezco de una de esas condiciones que me obligue a visitarlas con frecuencia. En esta columna me voy a concentrar en narrar una visita reciente y a llegar a conclusiones personales sobre lo que sucede con la salud en Puerto Rico.

    Lo que me mueve a escribir sobre este asunto es un poco un “mea culpa”. Una amiga me escribió diciendo que quería visitar la isla pero temía por los servicios médicos ya que padece una enfermedad crónica y no sabe si sobreviviría en caso de una emergencia. Yo le contesté sin más miramientos que no me preocupaban los servicios de salud aquí. Que yo entendía que los hospitales, a pesar de no ser hoteles de cinco estrellas, eran bastante buenos. Esto lo dije por ignorancia. Por suerte nunca he estado en un hospital por más de unas horas. Sin embargo, una visita reciente me ha hecho cambiar de opinión.

    Hace un par de días fui como una buena pendeja y me sometí a un procedimiento que la misma doctora dijo que no era de emergencia pero que sí debía hacerlo en algún momento.

Yo: ¿Cuánto tiempo toma?

Dra: Como veinte minutos.

Yo: ¿Tengo que estar hospitalizada?

Dra: No, es ambulatorio.

Yo: ¿Es doloroso?

Dra. No. Además vas a estar bajo anestesia.

    Consentí en hacerme la cirugía y acordamos la fecha. Tengo que admitir que estuve recelosa, especialmente por lo de la pandemia del Covid. Hay tanta gente, hasta en los hospitales, que no usa mascarilla que temía contagiarme. También temía que el Parkinson fuera a ser un problema. A pesar de mis reservas, decidí salir de eso de una vez y someterme. El Hospital era el Ashford en San Juan lo que me daba un poco de paz mental. Dos nietos habían nacido allí y lo recordaba positivamente, desde mi condición de visitante, claro. La preadmisión par el procedimiento fue bastante eficiente. Una cosa que me estuvo raro es que casi todo se hiciera a mano. Y cada quiosco cobraba lo suyo aparte, o sea, la anestesia se pagaba en una parte, el internista en otra y el hospital cobraba lo suyo. Después me llegó un mensaje de que mi expediente estaba disponible pero todavía no lo he podido abrir. Trataré otra vez.

    El día de la intervención quirúrgica, nos levantamos el colega y yo tempranito para estar en el hospital en el horario acordado, las 6:30 a.m. Acostumbrado uno a como son las cosas en esta bendita isla, no teníamos la ilusión de que se nos fuera a atender a esa hora exactamente pero, de esperanza vive el pobre.

Y aquí es que empiezo a pensar en mi amiga y sus inquietudes. Se nos recibió e indicó que pasáramos al área de espera para operaciones. La sala era  como de la extensión de un salón de clases (ya saben mis referentes) pero menos ancha, y daba grima. Las sillas en la sala de espera tienen como mil años y con tanto culo que han cogido no les queda guata, así que pueden imaginar lo cómodas que eran. A pesar de que debes llegar con un acompañante, las sillas están agrupadas en grupos de tres en vez de dos o cuatro. Aunque no se veía sucio, había manchas de moho por las losetas y uno que otro papel y juro que vi un cheese strip debajo de la silla que ocupaba a mi diestra el colega.

Encima de eso, el salón estaba tan ocupado que había, en tiempos de pandemia gente de pie y otros afuera en el pasillo. Después de un rato, llamaron a tres personas (una de ellas fui yo) quienes nos ilusionamos con la idea que nos iban a atender pronto, pero para mi sorpresa solo era para que hiciéramos fila en otro pasillo, de pie. Yo me quejé con el colega quien con su usual sarcasmo me tranquilizó asegurando que es que tienen que hacer espacio para los que iban a llegar del turno de las 7 a.m. A medida que esta fila fue creciendo, nos fueron llamando uno a uno para que nos pusiéramos el vestuario de operaciones, la famosa bata y demás indumentaria. Pronto nos dimos cuenta de que cuando hablan de la privacidad de la ley HIPAA, no es tu cuerpo el que merece privacidad sino—supongo, tampoco me consta—que es el récord. No había privacidad. Tenía uno, dependiendo de cuan modosito fuera, que arreglárselas para que los demás no le vieran el fondillo pues había que caminar con la bata agarrada hasta la próxima sala. Allí te acomodaban en una camilla con ruedas y te abandonaban a tu suerte. Bueno, ni tanto. Al rato, quizás media hora después, un enfermero principiante que estaba más nervioso que yo, trató de encontrarme una vena. Y hasta me preguntó que dónde acostumbraban a ponerme el suero. Yo le dije que nunca me habían hospitalizado así que no le podía decir. Dos veces lo vino a ayudar una chica que sí parecía saber lo que había que hacer pero que no le correspondía. En esa sala éramos como ocho pacientes esperando. La camilla en la que me acomodaron estaba defectuosa y no se le sostenía uno de los brazos. Para colmo, era súper incómoda. Cuando ya eran las 9 a.m., yo quería hacer como en las películas: arrancarme el suero y marcharme de allí. Llamé a la enfermera que parecía ser la reina de los pollitos y le hablé de mi preocupación. Ella me escuchó muy atenta pero me dijo que tenía que esperar al doctor, o la doctora en mi caso.

    Poco después se me acercó una joven bajita que me dijo que era la anestesióloga y punto seguido me hizo las mismas preguntas que me habían hecho todos los que me atendieron, que cuál era mi fecha de nacimiento y a qué había venido. Supongo por un letrero que vi en la sala de operaciones que esta insistencia en preguntar la misma información repetidas veces venía de un patrón de equivocaciones. El letrero decía: Asegúrese que tiene el paciente correcto y asegúrese que es el procedimiento correcto. Camino a la sala de operaciones, la enfermera o técnica o doctora, no sé ya que no se presentó, me llevaba como dice el colega, como puerco roba’o. Iba apresurada, feliz y  energética, tanto así que estrelló la camilla contra un carrito de medicamentos y ni siquiera se disculpó. La anestesióloga notó mi malestar, pero se limitó a amenazarme con ponerme anestesia general– como si me importara– porque la pierna se me empezaba a encoger. Era el efecto de estar sin el medicamento del Parkinson.

    Bueno, que lo que quería denunciar es el estado de la estructura y los equipos.

El hospital es un asco. No porque esté sucio necesariamente sino que se parece al país: decaído, maltratado y sin inversión. Tengo que admitir que a pesar de la crisis, este hospital parecía tener una flota saludable de enfermero/as quienes eran, en su mayoría, amables y atentos. A menudo sentía la tentación de preguntarles si les pagaba bien o si les constaba que el hospital pagaba sus obligaciones al Departamento de Hacienda. El HIMA San Pablo se sabe ahora que anunció su inminente quiebra que tenía millones de dólares en deudas con el Departamento de Hacienda. Les retenía el dinero a sus trabajadores pero luego no lo enviaba a su destino.

    …Cuando por fin me dieron de alta, después de pasar cerca de cinco horas en el área de recuperación (No te dan de alta si no orinas y mi esfínter se resistía a cooperar) me montaron en una silla de ruedas que seguro, seguro llegó con el primer cargamento de sillas, allá cuando se fundó el hospital hace 118 años. No solo era vieja, estaba en mal estado (hasta el vinil estaba roto) y el escolta, muy amable y simpático, me llevaba por aquellos pasillos desnivelados como alma que lleva el diablo. Yo me agarré de la silla como pude– ya me veía rodar por el suelo y estar condenada a quedarme un tiempo más en aquel lúgubre lugar. Uf, pensaba yo, no vuelvo a un hospital voluntariamente. Mejor me muero. A mi amiga, EP, le digo: aquí no se puede uno enfermar sin caer en depresión. Como le comentaba al colega, los gringos ven esto y entran en shock. Yo podría apostar a que en ese hospital no han invertido en unas sillas para las áreas comunes en siglos. No me extrañaría si anunciaran crisis también. Y no es que uno espere lujos porque para eso no hay, pero con tanto dinero que hay para la salud, tanto dinero federal que entra en los hospitales privados también, ¿qué les cuesta hacerle las cosas más agradables al cliente?  En este país en el que la salud no está en crisis, no hay excusas. 

 

 

4 comments:

Anonymous said...

Como decía un personaje de la novela Betty la fea, “perdoname, pero disculpame”. Como me he reído con tu historia. No me alegro de tu traumante experiencia, pero me imaginé todo y me identifico con tu relato. Aquí aprendemos a reír por no llorar. En cuanto al enfermero que no encontraba tu vena, recuerda que estaba tomando los cursos “a distancia”, jajaja, abrazos.

elf said...

No te he podido identificar pero, gracias por el comentario. (Ahora blogspot no identifica a los que dejan mensajes. No he podido resolver esto.)

JJRIVERA said...

Interesante narración para tomarla y crear un libreto de teatro o cine. Al final hablas con mucha precisión de "cliente". ¡Exacto! Ya no son pacientes porque lo importante para "el Cartel de la Salud" son las tarjetas de Medicare. Siempre me ha gustado tu naturalidad. JJ

elf said...

Gracias, JJ por comentar. Todos los días hay un cuento nuevo con esto de las aseguradoras. Por lo menos, reconozco que tengo un plan médico bastante bueno y eso, por lo menos, hasta ahora es un alivio.