“..."porque mientras uno espera a que los sueños se cumplan, llega la enfermedad o un accidente..." Héctor Abad Faciolince
Esta columna es traducida con permiso de la autora de la siguiente página: https://whostolemydopamine.com/ El título original es Releasing the Ghost of my Former Self, Life with Parkinson's...Emma Stubbs expresa lo que yo hubiese querido decir.
Cuando
nos diagnostican una enfermedad crónica o degenerativa, suele producirse un
proceso de duelo.
Sentimos que se nos ha robado la normalidad y la vitalidad y esto se convierte
en un reto. Pone sobre el ruedo dos cuestiones importantes. En primer lugar,
refuerza el estereotipo del cuerpo "normal" frente a la percepción de
los defectos de un cuerpo enfermo o discapacitado. En segundo lugar, impugna
nuestro derecho a llorar esta pérdida.
Declarar una pérdida implica que estamos incompletos, vulnerables e incapaces
de asimilar el ideal social de lo que es un cuerpo hábil. Sin un cuerpo que
funcione como debería, este ideal social se vuelve inalcanzable.
Esta "pérdida" que experimentamos a través de la enfermedad es un
desafío social y político, posiblemente no sancionada. Cuando alguien muere, el
protocolo es claro. Cuando alguien pierde un trabajo o sus ingresos, el
protocolo está claro. Cuando alguien se enferma y la enfermedad es curable, se
recupera y vuelve a integrarse a la sociedad. Pero cuando alguien pierde la
funcionalidad de forma progresiva, ¿Cuál es el protocolo?
Llorar una pérdida cuando nadie sabe cuáles son las "reglas" es
incómodo. La sociedad, los amigos y familiares, hacen un buen intencionado
esfuerzo por reaccionar adecuadamente. Mientras que los gobiernos rehúyen (o
ignoran) la "carga". Tras el diagnóstico, se nos pueden negar el
apoyo y el tiempo que se requiere para asumir el duelo. Esto nos lleva a una
incapacidad para expresar las emociones que florecen frente a esta pérdida,
como la rabia, por ejemplo. Padecer una enfermedad crónica nos sitúa en un
patrón en el que se suspende o reprime la pena, la rabia, la pérdida y la
culpa. Los estereotipos culturales se agrupan, sofocando nuestra capacidad de
expresar vulnerabilidad. Como resultado, tratamos de pretender que seguimos
siendo la persona que deberíamos ser o que solíamos ser en lugar de la persona
que somos ahora.
Al ofuscar nuestra experiencia, nos convertimos en los únicos custodios de
nuestra pérdida. Nuestras vidas y relaciones se ven reconfiguradas por el
imperativo social de que seamos humildes y agradecidos.
A menudo, la persona enferma es quien tranquiliza a los demás como si fueran
(solo) ellos quienes recibieran las malas noticias. Necesitamos confiar en que
los demás no se sientan abrumados por nuestros sentimientos. Pero cuando tus
hijos o tu pareja se esfuerzan por aceptar tu enfermedad, es difícil no sonreír
y decirles que estás bien. La lógica es que si me río y acepto con ligereza la
enfermedad, los demás se sentirán más cómodos conmigo. Lo malo es que esto
puede llevar a la persona enferma a no hablar de lo que le preocupa o teme.
Después de cualquier pérdida traumática, necesitamos reorganizar la historia de
nuestra vida. Para abarcar esta nueva realidad, tenemos que liberarnos del
fantasma del yo antiguo. Liberarnos de quienes éramos puede permitirnos crear
una nueva narrativa vital que nos permita seguir adelante.
Por otro lado, un cambio en la sociedad y como asume las enfermedades crónicas podría hacer que este proceso
resultara más natural y empoderador. Aprender a normalizar la discapacidad y la
enfermedad sería un buen comienzo. Más rampas, baños más amplios, barandillas,
menos escaleras, etc. (¿Cuántas personas sin discapacidad se lesionan en escaleras
anualmente?) Estas cosas pueden beneficiar a todo el mundo. El pensamiento
capitalista de "ganar dinero con cada centímetro cuadrado” no nos hace
bien.
Hablando como alguien con Parkinson, puedo asegurar que moverse lentamente por
el mundo es mucho más saludable. Tienes tiempo para disfrutar del paisaje y
charlar con la gente cuando te paras a descansar o a esperar a que el cuerpo
coopere. No niego que a veces sea un reto increíble, pero no tiene por qué ser
tan difícil en esta sociedad implacable.
Han pasado cuatro años desde que me diagnosticaron oficialmente. ¿Sigo
sufriendo? ¿Sigo en duelo? Claro que sí. Pero estoy creciendo en este nuevo yo.
Estoy aprendiendo a adaptarme, a ser más amable conmigo misma y a maldecir en
voz alta cuando los síntomas del Parkinson se vuelven intolerables.