Dice Simone de Beauvoir en Una muerte muy dulce que la
hospitalización de su mamá, previo a su eventual muerte, le dio la oportunidad a
ella y a su hermana de expiar sus sentimientos de culpa, “nos ha salvado—o
casi—del remordimiento.” Supongo especialmente para los que nos criamos
católicos, que los sentimientos de culpa son parte integral de lo que somos.
Somos culpables o por lo menos nuestros pecados, son los que llevaron a Jesucristo
a la cruz. Por nuestra culpa, o la de
Eva, la primera madre, fuimos expulsados del paraíso. Por nuestra culpa, o la
de Caín, nuestro antecesor mas violento, cargamos con el peso del trabajo y así
por el estilo.
Los padres, o por lo menos mi madre—no
digo, las madres en plural porque no sé que todas sean iguales, pero se por los
cuentos que me hacen amigos y conocidos que son muchas – se ha encargado de
someternos al peso de la culpa. Ni les repito la cantaleta porque el que la
sufre ya la conoce bien y el que no pues mejor que siga ignorante.
Ahora que me encuentro en ese momento
esperado pero nunca anhelado de cuidar de una madre encamada, me debato entre
los sentimientos de culpa y de rebeldía.
Los de culpa me parecen harto conocidos; los de rebelión, supongo que
también. Para paliar a ambos paso cada minuto libre (no digo horas, porque ya
no existen) buscando ayuda en el Internet. Conozco todas las páginas dedicadas
a “caregivers”. En ellas he leído de
cómo combatir el estrés, como pedir ayuda, como compartir el trabajo. Muchas,
sino todas, recomiendan ir a un grupo de apoyo, pero ahí si que no me veo. Eso
si que me haria sentir culpable. Una
cosa es quejarse uno con las hermanas, o con el primo, o esa amiga que
entiende, pero con extraños…eso parece la última traición (aunque escribir esto
y publicarlo puede ser una forma de traición también…) En fin que ninguna de
las páginas realmente me ha funcionado, pero ahí sigo.
Es especialmente duro esto de cuidar a una
madre enferma cuando no siempre se muestra totalmente cuerda. Pide, por ejemplo, que la ayude a caminar cuando
no puede “ambular”, como dicen las terapistas. No se puede razonar con ella. Pide
que la saque del cubujón en el que la he metido. Está empeñada en que la lleve a
mi casa, o a la suya. En ocasiones cree estar en su barrio pero sola en el
sótano de un vecino mientras oye a la familia murmurar desde lejos, “como los
gatos” dice. Me acusa de haberle mentido, de haberle prometido ir a mi casa y
que sin embargo la tengo metida en este cuchitril, en un miserable “camastro”,
así le dice a la cama en la que yace. Para colmo no oye bien, aunque estoy
convencida de que su sordera es selectiva.
Una amiga que cuida de su papá y tía, y que
no cuenta con un grupo de personas que la apoyen como yo, me habla de su
frustración y rabia. Ambos son sentimientos documentados según mi investigación
de los cuidadores. Ambos son sentimientos que reconozco. Es más, temo, con todo
y ayuda, llegar al punto en que ya no sea tan fácil recurrir al Zen, palabra
con la que intento absorber el día a día sin que se me corroa el espíritu. No
quiero ser esa cuidadora que resiente a la persona que cuida. Quiero cuidar a mi madre enferma saludablemente
y reciprocar las atenciones que alguna vez me brindó. Quiero que esta etapa sea
de crecimiento no de contracción.
La llegada de un ser nuevo al núcleo
familiar nunca es fácil. Así sucede con las parejas cuando tienen su primer
hijo. Tienen que adaptarse, cambiar costumbres, negociar. La diferencia es que
los niños muchas veces anhelados, son novedades que nos inspiran ya que llegan
cargando ilusiones y sueños. Los viejos los acogemos por el maldito mea culpa,
por lo que creemos que les debemos, por lo que nos exigen, por el recuerdo de
momentos dulces y también amargos. Llegan los pobrecitos cargados de resentimientos y agravios, frustraciones y pesares. No debería ser
así. Debería la vida ser un círculo perfecto.
Desafortunadamente, no lo es.