Hace
algunos años mi papá nos reunió, a mis hermanas y a mí—no recuerdo si
para los padres o santa clo—para informarnos que no quería que siguiéramos
comprándole regalos. Puesto que ese es un pedido poco usual, reaccionamos así
entre asombradas y molestas. Una de mis hermanas dijo, que si no le gustaba lo
que le regalábamos que lo podía dar pa’lante.
Papi se quedó medio compungido. No creo que le resultara fácil
explicar que ya los regalos, no le hacían falta o tal vez ya no le hacían
gracia. Nosotras acabamos subvirtiendo su pedido. En vez de ropa o perfumes,
optamos por cosas que no pudiera rechazar como libros—fue hasta recientemente
un lector voraz—o comida, o bebidas embriagantes.
A medida
que se acercan las fiestas de navidad, y me he visto haciendo listas o recogiendo
listas, veo algo de lucidez en el pedido de mi progenitor. El no quería que lo siguieran llenando de
camisas y pantalones que nunca se iba a estrenar. Las cajas de regalos hace
años que se acumulan en su cuarto y parece que hasta se multiplicaran. Y realmente ¿cuántas cajas de after shave o colonia puede usar una
persona que a penas sale a recortarse, o a ver a este o aquel médico? (Bendito,
si hay días en que ni siquiera tiene fuerzas para levantarse de la cama por el Parkinson que le aqueja, le causa frustración, lo hace sentir impotente y lo
deprime.)
Cuando uno es joven tiene expectativas. Las fiestas navideñas, los cumpleaños son fechas que esperamos con ansias locas. Soñamos de niños con regalos, de jóvenes con las fiestas y cómo vestirnos para cada ocasión. A mí, que como dice mi marido, me encanta hacer listas, tenía entonces una lista mental (aunque no dudo que alguna vez las anotara por ahí) de las cosas que anhelaba tener; me imaginaba feliz si lograba obtenerlas. Ya son pocas las cosas que realmente quiero o necesito, cosas materiales digo. Mis sueños de juventud en su mayoría, se me han cumplido; tal vez no exactamente cómo me los imaginé pero más o menos. Por lo tanto, me reconozco en el viejo gruñón que nos exige que dejemos ya de gastar dinero en tonterías.
Son pocas
las veces después de todo que logramos comprarle a otro lo que realmente
quiere. En el caso de mi hijo, he optado
por preguntarle directamente. Aunque mi compañero de vida no lo aprueba—el todavía
le parece dulce aquello de los regalos sorpresa--me facilita la tarea preguntar y ya. Ese es el regalo que me es más difícil, después de todo. Tal
vez porque me es imperativo, hasta donde se pueda claro, complacerlo. Pero no
puede uno, ni quiere, preguntarle a todo el que está en la lista ¿con qué
sueñas?
Supongo que no
la pegamos la mayoría de las veces porque realmente no conocemos muy bien a la persona que queremos agasajar. Mis sobrinas, por ejemplo. ¿Quiénes son esas
chicas bellas, con sus sonrisas perfectas y ojos brillantes? La verdad, que no
tengo sino una muy leve idea. Nuestras vidas se conectan sólo en reuniones
familiares. Ellas cargan sus alegrías y
penas y yo, pues desafortunadamente, ajena... En fin, que las más de las veces compramos lo que a nosotros nos gusta y luego vemos
con tristeza que nuestro regalo, que estábamos seguros de que
esta vez sí daríamos en el clavo, cae como un chubasco de agua fría al que lo recibe. Ciertamente esto de convertir la navidad en
una fiesta consumerista es agotador. Y
ni hablar de quienes no tienen los medios, pero igual sienten la presión de cumplir.
Lewis
Carroll en Alice
in Wonderland propone “the unbirthday gift”. O sea, recibir regalos
todos los días excepto el día del cumpleaños… A mí se me ocurre que lo mejor sería abolir los días obligados y regalar cuando nos plazca, cuando vemos algo que creemos que a juanita o sutanita le puede agradar y ya. Después de todo, hay algo muy gratificante en eso de regalar, de ver algo y pensar que esto le puede dar placer a otra persona; eso puede que sea el secreto de las festividades que a menudo se nos escapa.
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