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Sunday, August 11, 2019

Una confesión tardía



 A todos los que sobrevivimos pasados los 60 años, nos llega la vejez. A algunos la vejez los abraza y les da una calurosa bienvenida; los invita a gozar de una segunda oportunidad de disfrutar nuevas sensaciones, nuevas aventuras, nuevos caminos. Más a otros nos da un puño en la cara. Nos señala lo dificultoso que serán los próximos años y nos recuerda lo voluble y cruel que es el destino.

Hace tres meses fui diagnosticada con la enfermedad de Parkinson. Al recibir la noticia, confieso que lloré (y lloré por 2 meses más). No podía dejar de pensar en mi papá, que también la padeció, y lo frustrante y triste que fue su vida en los últimos años. Pensé que la vida se había acabado para mí, que ya no había nada que buscar. También empecé a culparme, a pensar en todo lo que había hecho o dejado de hacer que pudiera haber causado la enfermedad. Sentí miedo de decirle a la familia. No sabía cómo iban a reaccionar. Temí decirles a los amigos y que estos me rechazaran o decidieran que ya no valía la pena relacionarse conmigo. Recordaba que una vez una amiga me había dicho que ella no le decía a nadie que era retirada porque “a nadie le interesa tener amistad con personas retiradas,” o algo por el estilo. Se me ocurrió que si bien había visto el grupo de amistades encogerse después del retiro, si confesaba mi enfermedad, se reduciría aun más. Y no era que los culpara. No es fácil mantener la amistad con gente vieja y enferma. Cuesta. La amistad, después de todo surge, entre personas con intereses a fines y experiencias compartidas…las enfermedades, cambian esa dinámica. Pero de eso hablo en otro momento…

¿Qué como reaccionó la gente? La mayoría solidaria. Y eso me consuela.

¿Cómo he bregado con mi condición? Después de dos meses duros de depresión e introspección, de casi retirarme de la vida, me obsesioné con leer sobre la enfermedad de Parkinson (PD). Sigo obsesionada. Leo estudios clínicos y testimonios de otros, especialmente los que han logrado desplazar los síntomas y vivir una vida más o menos plena. En mi búsqueda, me topé con un vídeo de un señor que alegaba que un libro que había leído y las terapias que lo acompañaban le habían salvado la vida. Compré el libro, Goodbye Parkinson’s, Hello Life. En este libro el autor, un terapeuta físico de origen israelí, Alex Kerten, que promulga lo que el llama gyrokinetics, que no voy a explicar ahora, dice, entre otras cosas, que muchas veces dejamos que las enfermedades determinen nuestra vida. Esas palabras me tocaron. Me di cuenta que eso era lo que yo estaba haciendo. Estaba dejando que el PD me derrotara, que determinara mi vida y decidí cambiar de perspectiva. Decidí que no tenía que rendirme y que podía empezar a aceptar lo que me había pasado sin sentimientos de culpa ni derrota. Empecé a hacer ejercicios y hasta me matriculé en un gimnasio. Esta nueva filosofía de vida, me transformó, literalmente. Después de dos semanas, solté el bastón al que me creí condenada y apenas ayer pude virarme sobre mis propios pies, algo que pensé ya no volvería a hacer. Tengo un largo camino por recorrer. No estoy curada, el PD no tiene cura, pero tengo la esperanza de que pueda atajar un poco el progreso de la enfermedad y valerme por mi misma. Es un paso importante para mi salud mental y uno al que quiero aferrarme por un rato más…