Asisto a una clase de Extensión Agrícola.
Hasta donde sé, esta es una división de la UPR, institución laica, subsidiada
con fondos públicos. La instructora
comienza “elevando una oración al todopoderoso”. Yo miro al colega, sorprendida. Participo en otro taller de la misma
división, el instructor comienza cada mañana con una bendición religiosa. Tolero el saludo religioso todas las semanas. En la actividad de cierre, el instructor nos “obliga” a ponernos de pie
e inclinar nuestras cabezas como gesto de humildad para dedicarle la actividad
de cierre “al señor”. Para no levantar
escollos, simplemente me escurro tras una columna para no participar. Me
indigna no tener la valentía de oponerme abiertamente a esta barbaridad, a esta
imposición. Pero sé también que de
hacerlo, caería en la desgracia social. Todos me mirarían raro; es posible que
hasta me digan que me vaya para una esquina como criatura maldita y no moleste
para que los demás puedan dar gracias por sus infelices vidas. ¿Cuál sería el
peor de los dos males?
Lo curioso es que el beato que no pierde
oportunidad de llenarse la boca hablando de Dios, es un tipo de una moralidad
cuestionable. Nos ha confesado cosas que podrían ponerlo en aprietos si fuéramos
a chotearlo; admite que sólo ofrece el curso para satisfacer unos requisitos
que le imponen para obtener un préstamo, que a pesar de ser “un apasionado de
su arte”, su gran motivador es el lucro y así nos insta a crear con la promesa de grandes ganancias. (Por cierto,
todas las clases de Extensión Agrícola se llaman talleres de microempresas…)
Yo soy de otra escuela, más soñadora, más
ingenua, o más ilusa, tal vez. Yo creo
en el servicio público. Tomo esas palabras muy en serio. Creo en trabajar por
mejorar el país, por ayudar a los individuos a alcanzar metas. Cuando alguien
me dice que trabaja en el gobierno sólo por el dinero, tomo esa aseveración con
un grano de sal. Me cuesta creer que eso es lo único que lo mueve y menos hoy
en que cobrar fondos del erario ha caído en desgracia—a menos que seas
legislador pues es bien sabido que ellos todavía tienen todos los beneficios.
Me gusta creer que la mayoría de las
personas hacen las cosas por convicción. Lo vi en mis años en la
Universidad. Fueron muchos los
profesores que estaban hasta las tantas en sus oficinas (o por teléfono, o por
correo electrónico, o por Facebook) atendiendo estudiantes, o cubriendo las
clases de algún compañero enfermo, o simplemente organizando actividades para
sus departamentos, para que todos se beneficiaran y la Universidad luciera
bien.
Por eso me re-jode la tiranía de los
religiosos. Si, es una tiranía ya que es un abuso de poder. Es una imposición porque se presume que la
voz de la dirigente habla por los demás.
Cuando nos convocan a orar por esto o aquello, nadie pregunta si hay
oposición…Recuerdo una ocasión en la Universidad que el rector comenzó una
asamblea del claustro con una invocación.
Un puñado de profesores (dos o tres) nos quedamos sentados. Para la próxima reunión, no hubo
invocación. Siempre supuse que alguno—no
fui yo—de los que se quedaron sentados le hizo ver al rector de la violación
del estatuto que establece la separación de iglesia y estado.
Y soy capaz de participar de actos
religiosos. Puedo por caridad quedarme a escuchar una misa o un sermón durante
un velorio si tengo la mala pata de llegar cuando comience, pero me indigna
cuando me lo imponen. Y rehúso dar gracias por las cosas más absurdas… Quisiera
tener las agallas de decir, “No, no voy a orar.” O exigir, “No, aquí no se hace invocación
porque se viola la constitución.” Por ahora digo, desde este, mi púlpito: Ya
basta con las pequeñas tiranías.
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