Mi papá ve
culebras por todas partes. Las ve encima
de la cama, en las paredes, en su ropa, y en cada recoveco, esquina o sombra.
Las culebras que ve Papi son lo mismo pequeñas que largas, de cabezas pequeñas
y rojas, o de cabezas negras y hasta blancas. El me llama para que las
vea. Yo quisiera verlas, pero no puedo.
El insiste, yo asiento. Mis hermanas se enojan, le dicen que está loco, que ahí
no hay nada, que se deje de pamplinas. El sabe que andan por ahí, pendientes de
que el esté a solas para acecharlo, para morderlo. “¿Ves esa picadura?” Me
pregunta. “Ahí” dice señalando hacia la tierra seca llena de granos de maíz y
gravilla donde tiene la jaula de pollos. “Allí había un montón de culebras que
me mordieron cuando me metí pa’ ‘ca a darle de comer a los pollos. Tuve que
irme porque no me dejaban en paz.”
Papi nunca
les tuvo miedo a las culebras. Era temerario. Las cogía y hasta se las enredaba
en la mano para asustarnos a nosotras sus hijas, o a los hijos de los vecinos.
Reía si mostrábamos miedo o reculíamos.
Aprendimos a mostrarnos estoicas no fuera a ocurrírsele tirarnos una encima. Cuando el no estaba y
aparecía una culebra, de esas pequeñas que sabíamos que eran inofensivas, igual
nos alejábamos y las manteníamos a raya.
En fin que puede más la fantasía y la imaginación que la lógica. Hoy
Papi teme a las culebras. Hace dos días rompió el faldón del lavamanos tratando
de matar a una que se le escurría y enredaba en la tela. La señora que lo cuida
llamó a mi hermana para que viniera a ayudarla pues andaba con un cuchillo
tratando de matar a la siniestra deslizadora y terminó haciendo trizas la
tela. La semana pasada las veía en el
fondo del inodoro. Mi hermana metió la mano en el inodoro y hasta haló la
cadena, pero igual las veía. Ayer decía que se le habían enredado en la
camiseta y estuvo un largo rato tratando de sacar del doblez la piel que había
mudado el animal y que había quedado atrapada en la tela.
Papi tiene
Parkinson. Y sus culebras son el producto supongo, de los medicamentos que toma
o los múltiples golpes que se ha dado en la cabeza desde que su piernas
hinchadas y tiesas lo traicionan. Mi hermana dice que se ha caído más veces de
las que admite. A menudo encontramos un huevucho nuevo en la frente o en la
mejilla, o un golpe en la rodilla, brazo o espalda. Es triste verlo así.
Cuando le
pregunté si era cierto eso que decían que había desarrollado una relación
especial con el piso, se sonrió. El
siempre fue pícaro y aun aprecia el humor. También le agrada escuchar música y
de vez en cuando lo oigo tararear alguna canción aunque su voz trémula y
baja hace más difícil oírlo con facilidad o percibir algún leve cambio en su
expresión facial. Todavía disfruta de jugar dominós y gana la más de las veces.
Un día intenté jugar barajas con el, segura de que ahora si le ganaría—el nunca
perdía cuando jugábamos-- pero no fue así. Su mente aunque desvaría por ratos, es
astuta para los números, las barajas y los dominós.
Por eso me
da tristeza verlo pelear con las culebras. Me pregunto si no será capaz de
aceptar que las víboras que aborrece no están ahí sino en su mente como lo hace
el personaje de la serie Perception.
Después me digo, pero si eso es sólo ficción. Seguro que separar lo que se sabe
de lo que se ve no puede ser fácil, menos aun para una persona enferma. No
importa cuán lúcida parezca por momentos ni cuan inteligente sea o haya sido.
Cuando me
despedí de él anoche le dije. “No hagas locuras” y el me contestó “Yo no hago
locuras, es que estoy loco” y sonrió.