...Porque ahora lo está. Calvo, quiero decir. Y lleva una barba canosa y venerable. Tiene 49 años, aunque parece algo más marchito de lo que corresponde. Estas cosas son las que le ponen a uno más nervioso: comprobar que ahora son mayorcísimos incluso los que eran más jóvenes que tú. La prueba inequívoca de que estás alcanzando los alrededores de la ancianidad no es verte viejo a ti mismo, sino empezar a encontrar viejísimos a todos los demás. Una tarde de verano, mi abuela, de noventa años, paseaba del brazo de mi tío, su hijo, profesor de instituto. Se cruzaron con unos treintañeros que les saludaron efusivamente, y ella preguntó: “¿Quiénes son?”. “Antiguos alumnos míos”, contestó mi tío. “¡Pero qué viejos!”, se asombró mi abuela, indignada ante semejante traición de la cronología. El mundo va envejeciendo a toda velocidad a tu alrededor, el vendaval del tiempo silba atronadoramente en tus oídos, pero por dentro tú te sigues sintiendo tan tonto y tan joven como siempre. Sólo que cada vez un poco más disociado de tu cuerpo.
...La vejez, presiento (la veo ya asomar la pata en el horizonte como el lobo asomaba la amenazadora pezuña bajo la puerta), es la etapa heroica de la vida. “Hacerse mayor no es para blandengues”, reza un clásico refrán norteamericano (growing old is not for sissies: el original es un tanto homofóbico, porque sissy viene a ser como mariquita). Sin duda hay toda una épica en la ancianidad, en mantenerse vivo, entero, alegre, dispuesto a las novedades y los cambios, abierto al asombro y al aprendizaje, estoico ante el dolor y el decaimiento, ante el merodeo cada vez más cercano de la muerte.